Arte de la media
Arte en la edad Media
Si alguna vez el hombre del siglo XII se preguntaba acerca del Universo, de esos espacios en los que veía lucir las estrellas, salir el sol, alumbrar la luna, alguien docto le habría respondido: «Es el cosmos; está formado por una serie de círculos concéntricos. Una materia pesada, espesa informe está en su centro; es el infierno, que sólo se vislumbra a través de las bocas de los volcanes».
A finales del siglo XII, incluso, el docto le habría dicho que se podía ver un lugar nuevo, el purgatorio, a través de los cráteres sicilianos y de algunas grutas irlandesas, y habría añadido: «En los círculos celestes se disponen siete esferas planetarias de cuerpos cada vez más ligeros y luminosos hasta llegar a la esfera del firmamento, en la que se sitúan las estrellas fijas. Más allá está el éter, lugar lleno de luz que acogerá a los bienaventurados, y aún más lejano se encuentra el cielo de Dios».
Si aquel hombre solo se interesaba por su mundo, por la Tierra, su forma, sus habitantes, sus lugares, el docto le habría explicado que el mundo era un disco plano rodeado por el océano, y que en él había tres continentes que se habían adjudicado a los tres hijos de Noé: Europa a Jafet, Asia a Sem y África a Cam. Si se lo hubiera querido explicar mejor por medio de una figura, un dibujo, en él se vería el círculo de agua y el círculo de tierra, dividido por una T con el este en la parte superior. La línea vertical de la T era el Mediterráneo, que separa a Europa de África, y la cruz de la T estaba formada por dos grandes ríos: el Don que separa a Europa de Asia, y el Nilo, que separa a Asia de África. Jerusalén se hallaba en el centro del mundo conocido, el cual tenía lugares extraordinarios habitados por seres extraños, animales insólitos y monstruos medio animales medio humanos; en algún rincón de él se hallaba el paraíso terrenal, aunque se desconocía su paradero.
El centro de la civilización era el Occidente cristiano, pero se tenían noticias de que existía un poderoso reino cristiano cercano al paraíso, quizás en Oriente, quizás en Etiopía. Conocer el mundo, viajar, era ir al encuentro de la maravilla, la aventura y el prodigio.
Isabel Belmonte, Los pilares de la tierra: la historia detrás de la novela, 2007.
Si aquel hombre solo se interesaba por su mundo, por la Tierra, su forma, sus habitantes, sus lugares, el docto le habría explicado que el mundo era un disco plano rodeado por el océano, y que en él había tres continentes que se habían adjudicado a los tres hijos de Noé: Europa a Jafet, Asia a Sem y África a Cam. Si se lo hubiera querido explicar mejor por medio de una figura, un dibujo, en él se vería el círculo de agua y el círculo de tierra, dividido por una T con el este en la parte superior. La línea vertical de la T era el Mediterráneo, que separa a Europa de África, y la cruz de la T estaba formada por dos grandes ríos: el Don que separa a Europa de Asia, y el Nilo, que separa a Asia de África. Jerusalén se hallaba en el centro del mundo conocido, el cual tenía lugares extraordinarios habitados por seres extraños, animales insólitos y monstruos medio animales medio humanos; en algún rincón de él se hallaba el paraíso terrenal, aunque se desconocía su paradero.
El centro de la civilización era el Occidente cristiano, pero se tenían noticias de que existía un poderoso reino cristiano cercano al paraíso, quizás en Oriente, quizás en Etiopía. Conocer el mundo, viajar, era ir al encuentro de la maravilla, la aventura y el prodigio.
Isabel Belmonte, Los pilares de la tierra: la historia detrás de la novela, 2007.
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